
La negación es un mecanismo de defensa que resulta bastante fútil cuando la hegemonía cultural no está detentada por quien está negando un hecho; una acusación puede bastar para adscribir culpabilidad sobre alguien si ese alguien no tiene el dominio de la opinión pública.
Washington DC, enero 2021. Por un instante, y para plantear el punto de este comentario, dejemos que las falacias sean correctas: lo que hacen los partidarios de Donald Trump es lo que hace Donald Trump por proxy. Así, podemos decir que miles de células brotadas de la mente colectiva de Donald Trump escalaron por los muros del Capitolio, rompieron las puertas e irrumpieron en el edificio para demostrar su rabia.
Ahora, ¿puso esta acción en peligro la democracia y la institucionalidad? Sí, ¿por qué no? Es decir, y adelantándome a los argumentos que puedan esgrimirse desde la Derecha comparando la acción en Washington versus el estallido social (o delictual, como dicen algunos en un intento vano de deslegitimar lo que tristemente se legitimó en el Plebiscito 2020), donde hubo destrucción de propiedad pública y privada y ataques a tiendas y negocios particulares, en el caso de Washington sí se atacaron símbolos algo más inmediatos que, por ejemplo, iglesias o estatuas. (Algunos más cercanos a la Izquierda harán comparaciones con World War Z, donde manadas de zombies subían por muros en Israel, aunque no hubo quema de cosas como en el Planeta de los Simios—y no me refiero a la película, sino a Ferguson y Baltimore.) Se irrumpió en el Capitolio, se interrumpió una sesión y, contra todo protocolo, se burlaron las fuerzas de seguridad, incluyendo el invisible campo de fuerza que está forjado por el respeto.
Introduciendo la duda sobre el procedimiento (que es una forma poco disimulada de introducir la duda sobre las instituciones), se dañó a la democracia como summum bonum, es decir, el bien superior. En esto, tanto Donald Trump como sus seguidores participaron activamente, acusando fraude y anunciando que habían ganado la elección, basándose más en un relato (Donald Trump mismo fue quien comenzó a posicionar la idea) que en los datos (relato que pasó a tener validez con ciertas situaciones irregulares que se vieron a lo largo del proceso). Sí: la democracia como summum bonum se dañó, porque se consideró que la voluntad de una parte de la población —la de continuar con el retorno a “la grandeza”— pesaba más que la voluntad generalizada en los EEUU, que eligió a Biden.
Con lo anterior, le concedo todos los puntos a los defensores de la democracia y la institucionalidad.
Pero, ¿es el bien superior algo incuestionable, un tesoro preciado que debe ser mantenido incólume?
Aclaremos primero: el “asalto al Capitolio” no fue más que una protesta desesperada de aquéllos que ven cómo Estados Unidos, para ellos, retoma su rumbo de perdición— “nos roban la elección” es un eufemismo para decir “nos roban el país”. No había ninguna manera que la protesta pusiera al país de rodillas, y la verdad es que insertar la duda respecto a las elecciones daña más a la confianza en las instituciones que una turba de gente entrando en un importante edificio histórico lleno de políticos. No había ninguna manera en que los protestantes triunfaran por sobre las fuerzas de la policía ni de la guardia civil. Atestiguamos la realización de una protesta contra la democracia como bien superior.
El bien superior es buscado y mantenido con intrincadas justificaciones legales, sin embargo, antes que todo está mantenido por medio de la fuerza, y se mantiene así porque se considera que hace a más personas felices, y de paso evita la barbarie, ese estado que aterra a la civilización. Se ha santificado a la democracia como el bien superior, desviviéndose los estados por mantener ésta a toda costa, sin cuestionar mayormente si el destino colectivo debe estar supeditado a dicho summum bonum o es el summum bonum el que debería estar supeditado al destino colectivo. Más aún, no se hace el cuestionamiento si acaso la mantención irrestricta del bien superior puede cooperar con el suicidio cultural y el socavamiento de instituciones anteriores a las que se entiende como “la institucionalidad”. Ahí es cuando la voluntad pasa a ser el sujeto político, y el pensamiento y las acciones apuntan a dimensiones muy por encima de la individualidad y también del statu quo.