Enhorabuena, y a comienzos de un nuevo año, podemos afirmar sin ninguna duda que el libertarismo criollo está en expansión. Para nadie es novedad que una u otra página de este tinte aparezca, cargando con todo a las increíbles aventuras de la izquierda criolla. Tampoco es tan ajeno toparse con una que otra carta al director, o columna en algún medio alternativo –aunque sinceramente creo que quienes centran sus esfuerzos en lo circunstancial pierden su tiempo (como yo lo hacía), y terminan por deducir absurdas y obvias conclusiones “libertarias” que ya todos sabíamos– o incluso, la fiebre youtuber que ha sufrido el “movimiento”.
Tras bambalinas, y no exento de severas críticas entre uno y otro bando, a nivel global (sobre todo con el fenómeno electoral norteamericano) se discute sobre qué ropaje debe entallarse el libertarismo: los jeans desgastados y poleras roñosas de la progresía chic imperante, o bien, los relucientes trajes de los privilegiados conservadores.
En otros términos, y para explicitar solamente, ¿cuál es la mejor unión conyugal: libertarismo y progresismo, o libertarismo y conservadurismo?
La pregunta resuena, sobre todo, si levantamos la mirada al resto del mundo. Demás está decir que el progresismo político está en caída libre a lo largo del orbe. No sólo Trump nos ofrece el ejemplo, sino que el Brexit, Colombia (y todo Latinoamérica en realidad), Francia -Le Pen-, Polonia, Austria e incluso Italia han echado por tierra la esperanza progresista de un mundo rebosante de campos de amapolas, éxtasis estatal gratuito y de calidad, y cafés literarios.
En serio, el gran punto a considerar es que el rival político que los derrotó fue precisamente el conservadurismo, y tiene toda lógica que así haya sido.
Sin mucho riesgo, podemos decir que –obviando las características particulares de cada caso– el gran motivo del levantamiento “pelucón” mundial fue el craso error de la progresía de buscar imponer un modelo de humanidad completamente distinto al arquetipo –en términos Junguianos– del “hombre” (en sentido genérico) Occidental, fuertemente arraigado en la cultura hasta poco después de mediados del siglo XX. Esta imposición de una humanidad distinta ciertamente no fue nada pasiva: los tradicionales aparatos superestructurales Althusserianos no bastaron, importantes élites contribuyeron, por A, B o C motivo, a su florecimiento y expansión, sobre todo mediante los mass media — sin caer en la conspiranoia, basta recordar las palabras de Aaron Russo sobre el rol de Rockefeller en la creación del feminismo. De cualquier manera, en este punto subyace la idea de que los valores que se han buscado imponer en los últimos 50 años han sido introducidos de manera artificial y no han surgido del orden espontáneo de la “sociedad” –nada de esto le debiese causar estupor a quien haya leído a Leoni, que posee una concepción del derecho casi idéntica–. Con esto no se debe hacer un juicio de valor: no es que sean más o menos nobles por su concepción, sólo corresponde a un punto a considerar al mirar el renacimiento conservador.
Es aquí donde nos encontramos con la principal razón de por qué una concepción “libertario-conservadora” no debe ser vista como una mera alianza estratégica, sino como una necesidad intelectual del libertarismo, necesidad que se ve reflejada en la escasa capacidad explicativa del libertarismo en torno a lo social, lo que el conservadurismo sí es capaz de abordar de mejor manera. Y es que sus elementos nucleares no son los que poseen las ideologías modernas. Por esto es que es bastante extraño leer las críticas a los conservadores, aún cuando prácticamente nadie conoce realmente cuáles son sus principios rectores. En palabras de Freeden, los críticos del conservadurismo “han estado buscando el ideario contrario al de los liberales y socialistas en relación con la naturaleza humana, la justicia distributiva y la relación entre el estado y el individuo” (2006:110) y, por supuesto, no han encontrado ahí los elementos fundamentales del pensamiento conservador. Más bien, el elemento común entre las distintas corrientes conservadores, era un temor al cambio arbitrario y no natural, pero no a todo cambio, puesto que “el verdadero cambio es el resultado de lentos y prolongados procesos históricos en que es revelada la sabiduría de la humanidad” (Nisbet, 1988:115). Esta noción del cambio está extremadamente ligada a la idea del orden espontáneo, entendido como aquel metaestado que agrupa a todo lo inconmutable.
El desafío es interesante –a niveles intelectuales– ya que plantea al libertarismo un debate interesante, en el cual, por ejemplo, el paleo-libertarismo tendrá que rechazar ciertas visiones de sociedad del conservadurismo, precisamente aquéllas más anti-individualistas y anti-materialistas que superponen todo actuar en pos de la sociedad, entendida como una asociación de los “muertos, los vivos y los no-natos” (Ibíd). Estas diferencias insoslayables configuraran una vertiente que contendrá los mejores conceptos de cada “ideología” (aunque el conservadurismo debe ser entendido como una actitud, y no ideología), un paleo-libertarismo que soslayará los temores de Rockwell, y no terminará en un paleo-conservadurismo
Por cierto, la gracia de todo lo anterior es que la mancomunión liberal-progresista no nos ofrece nada de lo anterior, puesto que no ayuda al libertarismo a entender la “sociedad” desde alguna forma más compleja y, peor aún, como consecuencia lógica de la defensa de valores ajenos que sólo pueden perpetuarse mediante imposición, llega a olvidarse de su naturaleza libertaria: separatista, no inclusiva y privada.
Bibliografía.
Freeden, M. 2006. ‘Ideology and political theory’. Journal of Political Ideologies, 11, 3-22
Nisbet, R. 1986. Conservatism: Dream and Reality.